Después del
gran banquete de vino y besos, salió de aquella casa con una sensación de vértigo
propia de los excesos reconocidos como deliciosos, de esos que te dejan un
gusto a mar en lo más profundo del paladar. Una suave presión apretaba su
garganta y la risa se le escapaba por los ojos. Caminaba con el peso inexistente y
las caderas bien tiernas.
Llegó al muro situado en frente de
su casa y se paró mareada. La agradable sensación de placer se había
transformado en un revoltijo de formas extrañas dentro de su estómago. Apoyó su
brazo en la tapia, arqueando su cuerpo hacia delante con la frente
perlada tocando la piedra lisa y caliente. Sentía ganas de vomitar y no dejaba
de sentir la extrañeza geométrica en sus entrañas. Un estertor la sacudió.
Impulsivamente se recogió la camisa para no mancharla si ese exceso finalmente
salía. Sólo miraba fijamente al suelo percibiendo como se llenaba su garganta.
Finalmente vomitó un montón de corazones que se amontonaban en el suelo latiendo a destiempo y con el
suyo propio a punto de salírsele del pecho. Cuando hubo escupido hasta la
última gota y repuesto sus fuerzas, sacó del bolso un palo largo y puntiagudo a
modo de brocheta, ensartó el más rojo y se lo llevó a su casa para concederse
otro banquete y celebrar la mutua pertenencia de ambos músculos. El resto se
los dejó a los perros, que también se enamoran.