martes, 6 de marzo de 2012

The Low Places


The Low Places from Alba G. Corral on Vimeo.

Primero la niebla y poco a poco las migas de pan que marcan los caminos que se pierden y se vuelven a cruzar. En tus dibujos la noche y el día se mezclan sin que se mueva el tiempo.
La vida tras los algoritmos sedantes, los que protegen con armaduras numéricas. Los que hacen que en las noches negras asalten las ganas de cubrirse con una luz roja que desangra el bloqueo. Y entonces aparecen esos azules tras una cortina de humo... Cuatro colores que tiemblan como la gelatina y se deshacen en la retina.
Los puntos negros son como dedos que caminan sobre la piel curiosa. Acarician con precisión. Gracias por el viaje

domingo, 4 de marzo de 2012

Mimocardio

Mi aurícula izquierda ha visto a tus dedos acariciándola y los ha reconocido al momento. Guardo un molde con la sombra de tus manos, que se adapta a mis recuerdos como un guante.

Manuela

La vieja Manuela siempre salía de casa a la misma hora con su bolsa de tuppers. Hacía albóndigas con verduras y laurel. Se levantaba temprano para arreglar la casa, tirar las migas a los pájaros desde el balcón y bajar a hacer su recorrido. Ella siempre tan sonriente con su cara arrugada, como un higo seco pero dulce. Si, su expresión era dulce.
Decía que era el remedio para las resacas infames de los yonquis de su barrio. Éstos se pasaban el día bebiendo cerveza y fumando cigarros arrugados. Siempre estaban enfadados o borrachos y siempre con el estómago vacío. Como ratas, rebuscaban en las papeleras de las calles donde se sentaban desde el mediodía hasta la noche. Nadie les hacía caso, nadie se paraba a preguntar cómo estaban. Eran fantasmas que vivían sin saber muy bien cómo ni dónde.
Y Manuela era feliz entre esos cuerpos secos y amarillos. Sonreía viéndoles comer, aunque masticasen de forma tan rara. Al menos era el único momento en el que veía un destellos de placer en todos aquellos ojillos apagados.
La vieja había visto demasiadas cosas a lo largo de su vida, demasiada gente gorda, sana, embutida en su tonta felicidad y nunca había sido capaz de encontrar la suya propia. Por fin, a sus 85 años, había dado un sentido a sus días. Alimentar a las palomas humanas de su barrio, flacas y enceradas.

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