La vieja Manuela siempre salía de casa a la misma hora con su bolsa de tuppers. Hacía albóndigas con verduras y laurel. Se levantaba temprano para arreglar la casa, tirar las migas a los pájaros desde el balcón y bajar a hacer su recorrido. Ella siempre tan sonriente con su cara arrugada, como un higo seco pero dulce. Si, su expresión era dulce.
Decía que era el remedio para las resacas infames de los yonquis de su barrio. Éstos se pasaban el día bebiendo cerveza y fumando cigarros arrugados. Siempre estaban enfadados o borrachos y siempre con el estómago vacío. Como ratas, rebuscaban en las papeleras de las calles donde se sentaban desde el mediodía hasta la noche. Nadie les hacía caso, nadie se paraba a preguntar cómo estaban. Eran fantasmas que vivían sin saber muy bien cómo ni dónde.
Y Manuela era feliz entre esos cuerpos secos y amarillos. Sonreía viéndoles comer, aunque masticasen de forma tan rara. Al menos era el único momento en el que veía un destellos de placer en todos aquellos ojillos apagados.
La vieja había visto demasiadas cosas a lo largo de su vida, demasiada gente gorda, sana, embutida en su tonta felicidad y nunca había sido capaz de encontrar la suya propia. Por fin, a sus 85 años, había dado un sentido a sus días. Alimentar a las palomas humanas de su barrio, flacas y enceradas.
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