La niña de blanco apretaba fuertemente las cuerdas con sus pequeñas manos intentando saltar con esfuerzo al ritmo de sus compañeras. Llevaba puesto un vestido largo y vaporoso que marcaba a cada salto las sutiles formas de un cuerpo curioso y primerizo, pero firmemente decidido a llevar el juego de la comba hasta el final.
Con el movimiento, sus ropas se deshacían en ondas de fina nieve que hacían las delicias de los chiquillos y la envidia de las muchachas.
En las fiestas de los pueblos, los padres engalanan a sus hijos con las mejores ropas, pero sin pretenderlo, la niña de blanco destacaba sobre el resto, y no por tener el mejor vestido, sino por la pecualiar manera de lanzar por los aires los volantes del mismo cada vez que la cuerda pasaba por debajo de sus pies.
En su estética infantil, se mezclaban a partes iguales la inocencia que da el estado de concentración para evitar fallar en el salto con la perseverancia de intentarlo una y otra vez, sin lastimar el dobladillo de la delicada tela, como si su ropa fuera una segunda piel que se dilata y se contrae al ritmo del frenético juego.
Poco a poco, la niña lograba domar el cordel, dibujando en el aire formas geométricas y cambiantes por las que su cuerpecito se introducía, terminando cada acrobacia en un festival de nubes blancas; y de nuevo otra vez un cambio de giro, una nueva cabriola que dejaba sin aliento a los paños que la cubrían.
Ella era feliz en su almidonado ejercicio, ajena al resto de compañeras que saltaban con relativa facilidad y competían por ser la más diestra en el juego de la comba. Pero a diferencia de ella, el resto si que observaba la deliciosa coreografía que la niña las regalaba sin ser consciente. Eso era precisamente lo que la hacía distinta y especial.
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