En un momento determinado y en un lugar impreciso, alguien acercó el cañón de una pistola a su sien derecha. Respiró profundo, cerró los ojos y con gesto pausado tensó los músculos de su antebrazo para apretar el gatillo.
Al cabo de un segundo, saltaron por los aires miles de notas musicales, pero su cerebro seguía intacto.
Semicorcheas, arpegios y claves sueltas se desparramaban por sus mejillas, goteaban silencios de blanca; su requiem se deshacía en un compás de 3 por 4.
Tras la orgía de tinta y pentagramas, recogió sus sonidos y los metió en un tarro de cristal. Hizo agujeritos en la tapa para poder escucharlos de vez en cuando y sentir la inutilidad de los acordes mal compuestos.
Semicorcheas, arpegios y claves sueltas se desparramaban por sus mejillas, goteaban silencios de blanca; su requiem se deshacía en un compás de 3 por 4.
Tras la orgía de tinta y pentagramas, recogió sus sonidos y los metió en un tarro de cristal. Hizo agujeritos en la tapa para poder escucharlos de vez en cuando y sentir la inutilidad de los acordes mal compuestos.
Gústame mucho ese final.
ResponderEliminar;)
Esto es como los tarritos que imitan los sonidos de los animales y al darles la vuelta te sueltan un mugido o un maullido. ¿Los conoces? pues eso.
ResponderEliminarSí,habrá que comprar unos cuantos para guardar lo que no sepamos dónde meter...
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