La pequeña Laura se negó a montar en la barca donde estaban sus padres y su hermano mayor y se quedó en la orilla mirando los peces y el fango. Metió los pies y lentamente hundió su caña de pescar, sin importarle lo más mínimo que sus ropas se mojasen y se arrugasen. Llevaba un vestido con flores y uno de esos lazos espantosos a la espalda, pero podría haber llevado un pantalón, un kimono o un traje de astronauta para niños. Le daba completamente igual.
Logró sacar un pez de pequeño tamaño y con cierta firmeza lo tomó entre las dos manitas con cuidado para que no se escurriera, pero el animal que no era tonto sabía que la única manera de sobrevivir era resbalándose y caer de nuevo al agua. Por eso Laura lo apretó con más fuerza y acercó su cara a la de la pobre criatura que había comenzado a abrir y cerrar la boca desesperadamente. La niña contemplaba impasible la escena de agonía. No movía ni un músculo en su expresión, sólo observaba la lenta muerte del pez. Como cada vez era más difícil retenerlo, lo apretó con tanta fuerza que sus ojos se abombaron, como si fueran a salirse de las órbitas. La cabeza del pescado se había convertido en una terrible mueca desfigurada pero Laura seguía mirándola sin pestañear y cada vez más cerca. Los segundos pasaban y el oxígeno mataba sin remedio.
Justo en el momento en el que el pez comenzaba a moverse muy despacio y su boca dejaba de abrirse, con un gesto brusco y sin quitar la vista de aquellos ojos medio apagados y casi salidos, lo arrojó de nuevo al lago y el animal se perdió como alma que lleva el diablo. Lo siguió con la mirada hasta que se perdió entre las piedras y el barro y al cabo de un rato levantó la vista hacia el bote donde se reía su familia, mirando a su hermano e imaginando cómo seria meter su gran cabeza dentro del agua y no sacarla más. Lo odiaba profundamente.