Antes de preparar la cena, Paula se pone a planchar en el salón de su casa mientras ve un documental sobre animales salvajes. Ha amontonado la ropa arrugada en un sillón que está a su izquierda y va cogiendo las diferentes prendas con un movimiento pausado pero constante, levantando a menudo la vista de la tabla para mirar el televisor y mostrando una mezcla entre interés y distracción para matar el rato. En frente del sillón y también a su izquierda hay una mesita redonda con una botella de vino y una copa que llena y va tomando de vez en cuando. Plancha la ropa de manera metódica y precisa, como si fuera lo único que hubiera hecho en los últimos años. Está vestida con ropa cómoda de estar por casa y se ha recogido el pelo oscuro en una coleta alta dejando ver una cara expresiva de tez blanca.
Paula es una mujer de mediana edad que trabaja en un teatro de la ciudad impartiendo clases de arte dramático a chavales que están comenzando su carrera actoral. Esa noche ha llegado más tarde de lo habitual a su casa y quiere dejar la ropa preparada para mañana, lo que nos hace pensar que se trata de una mujer responsable y organizada.
Apenas lleva quince minutos con la tarea cuando comienza a escuchar unos chillidos agudos de niño seguidos de unos insultos de voz masculina provenientes del piso superior. Es un diálogo desgarrador e inoportuno que comienza con un volumen bajito y sube hasta un tono inapropiado.
De repente el semblante de Paula se vuelve rígido y el rostro se le oscurece. Con un gesto automático deja la plancha en posición vertical y sube la cabeza como si fuera a ver a través del techo lo que está sucediendo, que por otra parte, no es muy difícil de imaginar. Vuelve a bajar la cabeza, coge el mando de la tele y quita el volumen para escuchar mejor. Apoya los brazos en la tabla con actitud de malestar, mirando hacia los lados con esa expresión de saber perfectamente “lo que está sucediendo”, mientras las aletas de la nariz se le hinchan y su boca adquiere un mohín de desagrado. Así se queda durante unos segundos, sin saber qué hacer, escuchando paralizada el himno de la desgracia que desaparece del aire tal y como vino.
Sin poder relajar los músculos de su cara, comienza impredeciblemente a volver a planchar, como si lo que acabase de escuchar con claridad no hubiera existido y fuera producto de su mente, pero su actitud es la de quien sabe lo que está ocurriendo y no hiciera nada al respecto. Sigue planchando, primero despacio con la vista fija en la tabla y luego con más energía como si quisiera espantar los malos pensamientos, pero ahora sus gestos son tensos y la manera de coger la ropa ya no es la de antes, sino más nerviosa. Hace una parada para tomarse de un solo trago la copa de vino y al terminar deja caer los brazos en actitud derrotista, alzando la cabeza con los ojos cerrados y respirando profundamente. Tras esta pausa, retoma la actividad.
De repente los gritos vuelven, pero ahora también acompañados de llanto y pasos atronadores por el pasillo. Paula vuelve a coger el mando del televisor para subir la voz hasta un volumen más alto que al principio y mientras plancha, ve la pantalla sin prestar mucha atención a lo que dicen; sólo quiere que el documental apage el odioso espectáculo de sus vecinos.