Vincent se despertó con los brazos hechos un gurruño y una de sus piernas en ángulo recto separada completamente de la otra. Además su torso estaba retorcido de una manera extraña, como si alguien hubiera decidido su disposición de manera premeditada.
A medida que se iba desperezando y tomando consciencia de su situación, se percató de que su pequeño cuerpecito estaba rodeado por un nudo de cuerdas, haciéndole parecer un redondo de ternera o un pollo bien cosido para no dejar escapar el relleno.
Se asustó mucho y comenzó a agitar violentamente las extremidades, intentando zafarse de la maraña, gritando y jadeando asustado como un demente. Era inútil; al cabo de un minuto de esfuerzo desmesurado se dio cuenta de que no podía deshacerse de los abrazos cordados y que por más que lo intentara lo único que conseguía era liarse aún más, así que desistió y cayó agotado y acongojado. Incluso alguno de los tirones le provocó un dolor agudo, como si se arrancase parte de la carne con cada intento. Además nadie le oía. Estaba solo en la habitación y eso le provocaba aún más ansiedad. No entendía nada, no recordaba cómo ni quién le había hecho llegar hasta allí, incluso intentó hacer memoria desesperada de quién le podría odiar tanto como para hacerle eso, pero no consiguió obtener una respuesta.
Con la frente llena de sudor, los ojos bien abiertos e intentando concentrar su atención en las cuerdas, cogió una de ellas y comenzó a seguirla para saber donde terminaba, donde podría estar el nudo para así deshacerlo de manera lógica. Deslizaba muy deprisa sus manos a lo largo de la cuerda apartando las otras que se interponían; el pulso le temblaba y más de una vez tuvo que volver a empezar porque se confundía y cogía otra que no era. Así al tercer intento, logró llegar hasta el final de una de ellas. La cuerda no terminaba, sino que se introducía en su muñeca y se perdía dentro del antebrazo. Durante tres segundos se quedó mudo, se le borró toda expresión; simplemente no se lo podía creer. Trató de tirar suavemente, pero la cuerda estaba muy metida y se hizo daño. Imaginaos el miedo del pobre niño!
Repitió la misma operación con las otras y el resultado fue exactamente el mismo: Las cuerdas se metían por las muñecas y el empeine de los pies. Pero no había sangre, ni cicatrices ni grietas. Simplemente entraban en su piel y ya está.
Totalmente confundido, Vincent ordena cada uno de los gruesos hilos de cada una de sus extremidades y se pone en pie con mucho cuidado, como si esta acción pudiera provocar algún tipo de rechazo en su cuerpo. Le tiemblan las piernitas y no deja de imaginarse el aspecto que tendría visto desde fuera. “Soy como una marioneta”, pensó. Inmediatamente después de erguirse, las cuerdas se tensan, como si alguien tirase de ellas desde arriba y el niño queda totalmente distorsionado, con un brazo levantado, el otro en horizontal, una pierna adelantada con respecto de la otra y el torso ligeramente inclinado hacia delante. Exactamente igual que la marioneta que ha imaginado.
Se pregunta de quién será la mano gigante que le ha puesto en esa situación; ¿será por las alas de aquella mosca que guardé en el cajón o por la dentadura postiza de mi abuelo? ¿No sabía mejor aquella gominola? se dijo. Bueno, a lo mejor es que todavía sigo siendo de madera y la nariz puede crecerme aún más! puede que sea mejor que… ¡mamá!... ¿otra vez el colegio?... ¡María me ha vuelto a quitar mis gijoes!...¡y encima no puedo decir mierda!...
Tic, tac, tic, tac, tic, tac...
Mi consejo, Vincent: deja de pensar tanto y juega, que lo que viene después es peor…