Al terminar su jornada laboral, Sergio se deplazaba a su casa en coche pero justo antes de aparcar, le asaltaba una terrible preocupación y con la angustia incrustada en el lóbulo derecho retrocedía el camino recorrido en busca de los cadáveres de gente a quien pudiera haber atropellado sin querer. Ya en casa y despues de cerciorarse de que esa noche no era un asesino, se preparaba la cena y tras cerrar la llave del gas y sentarse a cenar, nunca estaba seguro de haberla cerrado, así que dejaba la cena a medias para comprobar varias veces que efectivamente la llave estaba en su posición correcta. Una vez convencido de la ausencia de riesgo, Sergio se ponía a fregar y repetía la misma operación con el grifo y los platos, comprobando al menos tres veces que el agua estaba cerrada y los platos guardados en su lugar habitual. Cansado de tan poca fiabilidad en sí mismo se metia en la cama pero esta vez la duda de no haber cerrado bien la puerta le obligaba a levantarse repetidas veces a comprobar que la llave estaba puesta. La miraba, se alejaba, volvía a mirarla; cerraba fuertemente los ojos pensando que al abrirlos no la vería allí y así sus sospechas se verían fundadas, pero no, la llave seguía en el mismo sitio, trancando la puerta.
Nunca terminaba de creerse que lo que estaba haciendo era realmente lo que estaba haciendo. Su vida se basaba en volver a comprobar lo que ya había comprobado anteriormente. Se sentía como un perro obsesionado con su cola sin poder llegar a mordérsela nunca
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