martes, 29 de junio de 2010

Cromatografía incoherente

Resulta que no podía distinguir el rosado de tus mejillas cuando te ruborizabas, ni el amarillo del limoncello. Tampoco el rojo de la sangre que corre entre mis muslos ni el color ligeramente púrpura de la carne mancillada tras el delirio de un encuentro trasnochado. Las flores que pueblan la fachada de mi casa no son sino un amasijo de tonalidades dentro de la escala acromática de los Cárpatos invernales.
Los cuadros terminaron siendo colección de pinceladas disecadas sobre telas que añoraban un azul imaginario. Siempre era la misma hora, sin tener muy claro que fuera verano pese a estar en Julio o invierno estando en Enero. Sólo el calor pegajoso me ayudaba a distinguir la estación estival y tu ausencia las noches congeladas.
Me muero sin colores; Dolor sin los besos anaranjados que me robas detrás de un árbol en el parque; Dolor sin el salvajismo verde de los montes, sin la sal azulada del mar de mi ciudad. Incluso el sueño eterno de los muertos tiene su propio color.
Tendré que inventarme un diccionario newtoniano a mi medida. Una máquina capaz de codificar el marrón de tus ojos y el blanco del vacío en sonidos que me ayuden a cromatografiar la felicidad de vivir en el mundo de los vivos. Sólo la oscuridad de la noche estará muda y aún así, sabré que al despertar del sueño los paisajes se convertirán en un tropel de compases.
Cada vez que te susurre al oído, tu cara se convertirá en una suave cadencia de notas que reflejen el rojizo de la turbación. Contemplar los cuadros expuestos en un museo será lo más parecido a una batalla de dulces notas de xilófono que floten por las ranuras casi imperceptibles de los trazos del pincel que los creó.

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